Luz.
La pantalla blanca parpadeaba, su luz iluminaba la
estancia, nadie podía dejar de verla. Los padres, hermanos, tíos, cada uno de
ellos mantenía su mirada en el muro, se reían y lloraban cuando ellos lo
hacían. Él no. Tenía solo doce años y volteó hacia afuera, fue sólo una
milésima de segundo pero bastó. Miró un color verde brillante junto con un
oscuro café, lo había visto antes en la chillona luz, ¿cómo lo llamaban?
¿árbol? Sí, era cierto. Lástima que era demasiado joven para entender y
suficientemente curioso como para seguir sentado.
Salió, las calles desiertas y el silencio le dieron
la bienvenida, una que lo lleno de terror, ¿qué había pasado con el estridente
ruido, la luz enceguecedora? ¡Ojalá hubiera regresado! Pero no, quiso ser
valiente y se acercó, no podía resignarse a volver sin haberlo tocado y cuando
lo hizo ¡que gran error! Cometió el mayor crimen de todos, pensó diferente.
Cuando dio la media vuelta fue como si todo
apareciera delante de él y sintió asco. En cada casa por la que pasaba era
exactamente lo mismo: gente deformada con grandes ojos saltones que empezaba a
apestar, que se pudría delante de ¿qué? De algo que ni siquiera existía. Quiso
advertirles, intentó hablarles, gritarles, pero él se había desvanecido, no
estaba en la pantalla, no era real. Y entonces, cometió su segundo gran error,
las destruyó.
Fue visto con odio, con desprecio, golpearon su
cuerpo, le arrancaron los cabellos, le mordieron los brazos y patearon sus
costillas. Una vez más, ellos regresaron a sus casas, en menos de un minuto las
cosas volvieron a ser como siempre habían sido y él terminó solo en el
desierto, ya no podía regresar, había cambiado demasiado.
Caminó, minutos, horas, días, semanas…. No
importaba, estaba solo y por primera vez se dio cuenta que en ciertos momentos
un círculo gigante en el cielo se ocultaba y otra cosa diferente, extraña,
aparecía en su lugar con miles de puntos pequeños. Se sintió desesperado ¿acaso
no había escapado de esas luces? ¿no las había dejado atrás? ¿por qué seguían
persiguiéndolo? ¿por qué no podían ignorarlo?
Sentía que las vísceras iban a salir de su boca, que
agua salada resbalaba por sus mejillas y que un hormigueo recorría sus piernas.
Cayó al suelo, la arena comenzó a cubrir su cuerpo, lo ahogaba y él no tenía
fuerza, sentía sus párpados pesados, la boca seca y una sensación desagradable
en el cuerpo. Simplemente no podía más.
¡Oh mi pobre
niño, debiste quedarte ahí, dejar que tu cuerpo se hiciera pedazos y tu cerebro
se apagara! ¡Oh mi querida alma desdichada, estabas tan cerca… unos cuantos
pasos más y…! Pero ya no importa, descansa ahora corazón ingenuo, deja que bese
tus labios y te deje ir a donde no encontrarás de nuevo esa luz que tanto daño
te hizo, que tanto terminaste odiando. Vamos pequeño, toma mi mano y digamos
adiós.
Por Andrea Chong Muñoz
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